La Ley Nacional de Ejecución Penal, publicada el 16 de junio de 2016 en el Diario Oficial de la Federación, reconoce a las personas privadas de la libertad como titulares de derechos, estableciendo un enfoque diferenciado en su tratamiento y creando procedimientos administrativos y judiciales para la exigibilidad y justiciabilidad de sus derechos, así como el control de la ejecución penal a través de juzgados especializados.
Asimismo, la Constitución Política de la Ciudad de México distingue a las personas privadas de la libertad como un grupo de atención prioritaria que tienen derecho a vivir en condiciones de reclusión adecuadas y que favorezcan su reinserción social y familiar.
Ahora bien, es preciso admitir los avances considerables que han existido en la materia y que el sistema penitenciario ha evolucionado, empero, los retos que se presentan actualmente son muy complejos, como generar en la sociedad una transformación cultural que permita la aceptación social de las personas liberadas, ya que el estigma de haber estado privadas de la libertad, provoca el rechazo de estas personas por parte de una sociedad a la que se pretende reinsertarlas.
Y es que, las reformas penales, tienen una dimensión transformadora en la sociedad porque las ideas sobre la cárcel y el castigo no son meras figuras procesales, sino que son instituciones que reflejan elementos políticos, sociales, económicos y culturales cuyo replanteamiento puede llevar a una sociedad a ser más democrática e igualitaria, como así lo pretenden y señalan las mencionadas reformas.
Sin embargo, la reforma a las leyes no generan por sí mismas estas transformaciones sociales y culturales, sino que depende de la manera en que operadoras y operadores jurídicos de esas normas materialicen tales cambios en sus prácticas cotidianas. Es así que, el derecho se materializa por medio de las y los operadores, y depende de la forma en que éstas y éstos interioricen, se habitúen y pongan en práctica los nuevos paradigmas jurídicos. Y es en la aplicación en donde habrán de iniciarse las transformaciones que, permitan plantearnos una postura social distinta en torno a las penas y el castigo.
En este sentido, el fundamento jurídico de la ejecución de la pena se encuentra proyectado en función de una doble vertiente, la primera se encuentra en la Ley Penal y la segunda, en la sentencia condenatoria basada en la cosa juzgada.
Ante esto, el Estado mexicano cuenta con un catálogo de penas, los cuales se contemplan en el artículo 30 del Código Penal para el Distrito Federal, el cual dice:
“…Las penas que se pueden imponer por los delitos son:
- Prisión;
- Tratamiento en libertad de imputables;
III. Semilibertad;
- Trabajo en beneficio de la víctima del delito o en favor de la comunidad;
- Sanciones pecuniarias;
- Decomiso de los instrumentos, objetos y productos del delito;
VII. Suspensión o privación de derechos; y
VIII. Destitución e inhabilitación de cargos, comisiones o empleos públicos.
Por tal motivo, es importante recordar que el fin de la pena es lograr que el individuo que cometió un delito, no vuelva a cometerlo y tratar que los ciudadanos no cometan delitos. Una vez que se ha impuesto la pena, pasamos a la ejecución de la misma dentro del Sistema Penitenciario, el cual de acuerdo a lo establecido en el artículo 18 Constitucional, se organizará sobre la base del trabajo, capacitación, educación, salud y el deporte, los cuales serán medios para lograr la “reinserción” del sentenciado a la sociedad procurando que no vuelva a delinquir.
Desafortunadamente facilitar la reinserción de los delincuentes es una tarea compleja y el impacto de las intervenciones específicas es con frecuencia difícil de medir.
Vale recordar que desde 2008, a raíz de una reforma al Artículo 18 constitucional, nuestro país integró esta figura en su marco jurídico, en sustitución del término “readaptación social”, estableciendo que el sistema penitenciario en México tendrá como fin principal lograr la reinserción social de las personas sentenciadas por la comisión de algún delito, a través del respeto y garantía del derecho al trabajo, educación, salud, deporte, actividades culturales y respeto a su integridad personal.
Así lo indica también la regla 4 de las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos, al establecer que las autoridades competentes deberán garantizar a las personas sentenciadas dichos derechos, y diversos tratados y recomendaciones internacionales.
En este orden de ideas, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal ha reiterado su compromiso de incidir en las políticas, los programas y los mecanismos institucionales que busquen fomentar la creación y promoción de espacios de orientación, apoyo y desarrollo personal, laboral, cultural, educativo, social y de capacitación de las personas internas para lograr una reinserción social con calidad; así como ser vigilantes de que las instituciones públicas cumplan su obligación de garantizar el derecho a la reinserción mediante la difusión de la cultura de aceptación de las personas que estuvieron privadas de la libertad y cumplieron su condena, para así conseguir su pleno reconocimiento como sujetos de derechos.
Finalmente es menester reiterar que en materia de la ejecución penal y de las personas que cometen delitos, la reinserción social constituye un nuevo paradigma que conlleva diversos cambios, principalmente de las y los operadores jurídicos, así como del despliegue de sus funciones, aspectos que deben redundar en la aceptación social y cultural, y encaminarse hacia una transformación profunda que rompa con la concepción tradicional que se tiene de quien delinque y de las penas, y se entiende su función social.